Libro
X - Capítulo XXVII
Cómo la hermosura de Dios arrebata hacia
sí al hombre
Tarde os amé, Dios
mío, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde os amé. Vos estabais dentro de mi
alma y yo distraído fuera, y allí mismo os buscaba; y perdiendo la hermosura de
mi alma, me dejaba llevar de estas hermosas criaturas exteriores que Vos habéis
creado. De lo que infiero que Vos estabais conmigo y yo no estaba con Vos; y me
alejaban y tenían muy apartado de Vos aquellas mismas cosas que no tuvieran ser
si no estuvieran en Vos.
Pero Vos me llamasteis y disteis tales
voces a mi alma, que cedió a vuestras voces mi sordera. Brilló tanto vuestra
luz, fue tan grande vuestro resplandor, que ahuyentó mi ceguedad. Hicisteis que
llegase hasta mí vuestra fragancia, y tomando aliento respiré con ella, y
suspiro y anhelo ya por Vos. Me disteis a gustar vuestra dulzura, y ha excitado
en mi alma un hambre y sed muy viva. En fin, Señor, me tocasteis y me encendí
en deseos de abrazaros.
Por Agustín de Hipona
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